LA PSICOLOGIA CIENTIFICA Y LOS CUESTIONAMIENTOS AL PSICOANALISIS:



José E. García [1]
Universidad Nacional de Asunción, Paraguay

RESUMEN: Este artículo explora las relaciones entre la Psicología, el Psicoanálisis y la Pseudociencia. La ubicación que corresponde a la teoría freudiana en referencia a la psicología, así como el contexto histórico en el que se produce el origen de ambas, son sujetos a revisión. Posteriormente se repasa la literatura crítica sobre el psicoanálisis y se discute el concepto de pseudociencia. Las principales características que permiten incluir al psicoanálisis dentro de la categoría de pseudociencia son analizadas también. Finalmente, se sugiere la utilización sistemática del pensamiento escéptico como herramienta de salvaguarda para la integridad de las ciencias del comportamiento.
Palabras clave:
Psicoanálisis, Psicología, Pseudociencia, Paranormalismo, Historia de la Psicología, Ciencia y Psicoanálisis, Psicoanálisis y Pseudociencia.

ABSTRACT: This article explores the relations between Psychology, Psychoanalysis and Pseudoscience. The place of freudian theory in direct reference to psychology, as well as the historical context for the origins of both are reviewed. Later we make a revision of the critical works on psychoanalysis and discuss the concept of pseudoscience. The principal characteristics that turn psychoanalysis into the category of pseudoscience are analized too. Finally, a proposal for the sistematic use of the skeptical thinking is offered to serve as a tool for safeguard for the integrity of behavioral sciences.

Key words: Psychoanalysis, Psychology, Pseudoscience, Paranormalism,
History of Psychology, Science and Psychoanalysis, Psychoanalysis and Pseudoscience.

Relaciones problemáticas del Psicoanálisis y la Psicología

Desde sus mismos orígenes, cuando comenzaba a emerger como un método desconcertante y poco ortodoxo para el tratamiento de la histeria, emplazado a mitad de camino entre la medicina y la psicoterapia de carácter verbal, el psicoanálisis ha mantenido relaciones complejas y ambiguas con la psicología y las demás ciencias del comportamiento. Con la psicología le ha vinculado una suerte de dialéctica de la presencia y la ausencia. Es así que cualquier revisión cuidadosa de los principales libros en uso para el aprendizaje académico de la disciplina permitirá comprobar la inclusión del intrincado esquema conceptual psicoanalítico, bien posicionado en las tablas de contenido de los libros. Ubicado con frecuencia en un pie de igualdad con las orientaciones teóricas que se reconocen universalmente como parte de los estudios psicológicos, el psicoanálisis es visto muchas veces como parte integral de la psicología científica. Para bien o para mal, la mayoría de los textos de estudio retratan a las teorías psicológicas sin discriminar adecuadamente cuáles entre ellas se ajustan sin ambages a los requisitos plenos que establece el método científico y cuáles han sido cuestionadas por razones muy variadas, las más de las veces metodológicas o epistemológicas. En estas condiciones, la teoría psicoanalítica es parte integrante de los manuales introductorios a varias sub-disciplinas troncales para las ciencias del comportamiento, como por ejemplo la psicología de la personalidad (Cueli y Reidl, 1982), la psicología del comportamiento anormal (Sarason y Sarason, 1996, Vallejo Ruiloba, 1992) y la historia de la psicología (Brett, 1963, Carpintero, 1996, Hothersall, 1997, Tortosa Gil, 1998), entre otras. Allí se confunde ampliamente con la psicología científica que guarda como marca distintiva el uso extensivo de estrategias de investigación objetiva de las que el método experimental, el correlacional o los estudios denominados ex-post facto, estos últimos de preferencia por los psicólogos sociales, son apenas una parte de las opciones posibles.
Los seguidores de Sigmund Freud también gozan de un cómodo espacio de influencia al interior de los recintos académicos. Las medulosas disquisiciones que pronuncian al frente de las aulas de clase son recibidas con fascinada atención por los aprendices de psicoterapeutas. Las implicancias son obvias. Pese a los autores que sostienen vigorosamente que la teoría ya no es merecedora de atención en las universidades más renombradas del mundo (Bunge, 1985), no es difícil corroborar que en casi todas partes las enseñanzas de Freud permanecen inmersas en las mallas curriculares de los departamentos de psicología. El psicoanálisis tampoco es un recién llegado a las academias de América Latina. En países de nuestro continente de los que son ejemplos la Argentina (Vezzetti, 1996), el Paraguay (García, 2003b) y el Perú (León, 1982) la discusión teórica sobre los preceptos psicoanalíticos antecede en mucho al establecimiento institucional de la psicología en la docencia universitaria. En algunos de estos países se dan casos de carreras de psicología enteramente concebidas con arreglo a esta única línea teórica, ya sea practicando una total exclusión de los demás enfoques o concediendo una atención mínima a las aproximaciones restantes que integran el amplio abanico del estudio del comportamiento (García, 2003a). De manera similar, en algunos puntos de la región sudamericana, el psicoanálisis y la psicología casi han llegado a fusionarse por completo, dejando al profano y aún al profesional entrenado escasas posibilidades para distinguir uno de otra. El predominio que los intérpretes del inconsciente han llegado a disfrutar en países del Rio de la Plata como la Argentina (Ardila, 1979) es un ejemplo paradigmático de esta condición. Dentro y fuera de los claustros académicos, la influencia abrumadora que los exploradores del mundo intrapsíquico han logrado a lo largo de las últimas décadas pasó a convertirse en uno de los más claros indicadores para comprender la configuración típica que ha tomado la psicología en aquél país.
Sin embargo, pese a esta aparente demostración de éxito, contundencia y amplia aceptación, el psicoanálisis es visto con desconfianza y hasta con desdén por un importante grupo de autores. Franqueado desde siempre por impugnaciones y fieras polémicas, no resulta aventurado afirmar que, durante muchas décadas, el psicoanálisis ha constituido una compañía con frecuencia incómoda y espinosa para la psicología. Las críticas de diversa índole que se han vertido hacia las posiciones defendidas por los seguidores de Freud y las escuelas psicoanalíticas divergentes no fueron comunes sólo en los comienzos de su asimilación activa al campo de la psicología, sino que han continuado de manera creciente en los últimos años. Esa actitud no proviene únicamente de los psicólogos y psiquiatras profesionales. Es frecuente aún en círculos más amplios que engloban a filósofos, científicos naturales y experimentales y a exponentes de otros sectores del conocimiento. Y si bien los reparos hacia las doctrinas freudianas han sido formulados con diversos grados de rigor y profundidad, el cuestionamiento más frecuente se direcciona hacia el status que correspondería asignar al psicoanálisis desde la perspectiva de una teoría científica, esto es, en función a la búsqueda y aplicación estricta de los procedimientos en uso por las ciencias establecidas para la búsqueda de datos nuevos y la comprobación de hipótesis y teorías. De ahí que el reproche oído con mayor consistencia en relación al carácter epistemológico del psicoanálisis haya sido la aplicación simple y directa del mote de pseudociencia. El uso de tan engorrosa designación para referirse a una teoría que se supone parte de la psicología es un problema muy delicado que no debiera ser ignorado por nadie. Por este motivo, ante la persistencia y gravedad que conlleva una descalificación tan inclemente, parece legítimo plantear algunas interrogantes para buscar un poco de luz en relación al problema: ¿Corresponde considerar al psicoanálisis una teoría ajustada a los procedimientos normales manejados por la ciencia? ¿Está el psicoanálisis inscripto en alguna suerte de categoría epistemológica especial y diversa, que le habilite a recibir un tratamiento diferente al dispensado a las otras ciencias? ¿Es o no el psicoanálisis una parte activa de la psicología? ¿Qué clase de problemas o desafíos particulares representa el psicoanálisis para el conjunto de las ciencias del comportamiento? ¿Cuáles son las razones que explican o justifican este rechazo desde sectores tan amplios de la psicología científica?
La estrategia adecuada para responder a esta clase de preguntas es una revisión integral de todos los fundamentos. Es obvio que una investigación realizada a cabalidad plena y que se encuentre dirigida a estos difíciles e intrincados problemas demandaría un estudio a gran profundidad, capaz de facilitar una ponderación adecuada de todas las variables relevantes. Con objetivos más modestos, la intención primordial de este artículo es formular algunas de las claves principales que sirvan para pensar en los términos adecuados las ambiguas relaciones que conectan a la psicología y el psicoanálisis y remarcar, al mismo tiempo, la urgencia por arribar a conclusiones definitivas respecto al carácter científico o pseudocientífico que merezca atribuirse a esta teoría. Los aspectos mencionados revisten importancia no sólo en el marco de los proyectos de investigación susceptibles de articularse desde la psicología en cuanto tal sino sobre todo en la actividad propia que se desarrolla al interior de los gabinetes profesionales de los psicólogos. El alto grado de compromiso y responsabilidad que supone trabajar en las profesiones de la salud mental tampoco puede ser soslayado. La dicha o el infortunio que al final les toque en suerte afrontar a los potenciales clientes en el curso de sus vidas, y que surja como resultado de la acción del psicólogo, no podrá nunca conceptuarse como el menos importante de los factores que hacen necesaria esta discusión.

Conjunciones históricas de la Psicología, el Psicoanálisis y el Paranormalismo

Las paradojas que vinculan al psicoanálisis y la psicología son múltiples, y entre las más notorias se cuenta el de los orígenes históricos de ambos. Surgidos en la misma época y al abrigo de similares entornos culturales, ambas quedaban entrelazadas bajo el signo de la contemporaneidad. Tanto la psicología como el psicoanálisis constituyeron expresiones auténticas del interés creciente en la exploración de la mente humana que comenzaba a verificarse hacia finales del siglo XIX. Eran los días que en el laboratorio de Wilhelm Wundt en Leipzig recibían su entrenamiento los futuros líderes de la psicología experimental, en medio de un estricto y germánico rigor. Los minuciosos trabajos de Sechenov sobre la disección y estudio de los reflejos en las ranas eran dados a conocer a la colectividad científica de la Rusia zarista, al otro lado de Europa. Cruzando la costa atlántica, los masivos Principles of Psychology de William James culminaban su prolongada gestación de doce años y se colocaban a la venta en las librerías de los Estados Unidos. En el centro de Europa, un joven médico vienés llamado Sigmund Freud comenzaba a edificar los pilares conceptuales sobre los que se asentaría la futura teoría psicoanalítica y su original forma de concebir el tratamiento de la histeria. Poblados de mentes ávidas por marcar nuevos rumbos para el avance de la ciencia, estos años que bordearon el cambio de siglo fueron tiempos de fértil productividad para la generación de nuevas teorías. Se presentaba así el necesario efecto multiplicador que al retornar de las discusiones y polémicas conceptuales, rendiría sus frutos en la toma de conciencia por los psicólogos profesionales con relación a las amplias posibilidades de indagación que se abrían anchurosas por delante de la nueva ciencia.
No obstante, la reconstrucción documentada que los historiadores de la psicología han emprendido para facilitar la comprensión de las condiciones del surgimiento de su disciplina ha pasado por alto un detalle importante con harta frecuencia. Y es que, de forma paralela a las investigaciones que los psicólogos procuraban desarrollar aplicando el rigor propio que exigían los estándares de la época, afloraban también otras construcciones intelectuales, a menudo menos notorias y sin los favores de los círculos académicos, pero que se insinuaban como potenciales competidoras para la psicología, ganando la adhesión y los fervores del público. Tales construcciones ostentaban perfiles menos definidos, admitían considerables grados de ambigüedad en sus formulaciones y se hallaban más abiertas a la incorporación de fenómenos de naturaleza etérea y arduos de definir. A la vista del pensador racional, podía considerárselas como más sospechosas y proclives de ser mezcladas o fusionarse con alguna forma de espiritualidad. Su postulación, defensa y aplicación se daba sin la sujeción obligatoria a la esclavitud de los hechos y al ideal de la objetividad, cualidades que se han reputado siempre como un aspecto esencial para cualquier actividad científica que se precie. En contrapartida, los nuevos "conocimientos" apelaban como sus aliados naturales al misterio, lo oculto, lo inesperado, lo impredecible, lo oscuro, lo fantástico, lo sobrenatural. Al perfil claro y diáfano que ofrecía la ciencia, anteponían la certeza intuitiva de lo profundo, la posesión de una llave infalible que conecta con una forma diferente y más esencial de realidad.
Para muchos era una línea muy fácil de cruzar, lo que a su vez parecía justificado por el atractivo y la importancia intrínseca que parecían irradiar estos fenómenos. Muchos científicos que hacían del rigor una rutina diaria en sus propios campos de trabajo accedieron a relajar sus estándares y se dejaron deslizar bajo el lenguaje encantado que prometía lo esotérico. El que algunos referentes centrales para la ciencia como el naturalista Alfred Russell Wallace (Richards, 1989), codescubridor con Darwin de los procesos que rigen la evolución de los organismos, o pioneros de la psicología de la talla de William James (Gardner, 1992a, 1992b) demostraran una adhesión entusiasta a doctrinas como el espiritismo y la comunicación con los muertos o hacia creencias similares a estas, no hace más que demostrarnos la aguda penetración que las mismas habían logrado en el ambiente intelectual de la época y la dificultad que supondría descartarlos como simples notas marginales al pié de la historia. Fue James uno de los intelectuales que con mayor convencimiento apadrinaron la fundación de la American Society for Psychical Research en 1885, de la que otro psicólogo eminente, William McDougall, ofició como presidente en 1920. Este último fue quien persuadió al biólogo Joseph B. Rhine a establecer en su compañía un laboratorio parapsicológico en Duke University hacia 1927, históricamente el primero de su clase. La incorporación del término parapsicología a nuestro vocabulario habitual se debe asimismo a la inspiración de McDougall (Baker y Nickell, 1992).
La fascinación de muchos hombres de ciencia por los nuevos fenómenos no se limitó únicamente a los Estados Unidos. Uno de los países donde la atracción se pudo sentir con mayor fuerza fue Francia, allí varios de los psicólogos más eminentes que impulsaron el avance de la psicología científica se mostraron igualmente intrigados por los fenómenos que parecían diluirse en la confluencia difusa formada por las prácticas derivadas del magnestismo mesmeriano y la sugestión hipnótica. Muchos de estos pioneros de la psicología encararon aquéllas investigaciones con absoluta seriedad y buena fe, sin albergar pretensiones fraudulentas. Entre ellos, Alfred Binet fue coautor junto a Charles Féré de un tratado llamado Le megnétisme animal en 1887, en tanto Charles Richet resultaba el fundador, en 1905, de la metapsíquica, un campo que en su momento fue concebido como una "ciencia autónoma" por dicho autor (Lantier, 1976, Plas, 2000). Podrían citarse muchos ejemplos más para ilustrar la tentación seductora de lo oculto. A buen resguardo de la actividad luminosa del laboratorio, muchos dejaban discurrir entre bambalinas sus inclinaciones al misterio. Porque así como César Lombroso encontró a la médium Eusapia Palladino (Lantier, 1976) que logró derretir su hielo escéptico inicial y lo sumió por entero en los pantanos densos del espiritismo, Pierre Janet se vio intrigado por Léonie Leboulanger (Plas, 2000), la célebre sonámbula magnetizada Los psicólogos que hacían sus armas en los inicios del siglo XX enfrentaron numerosas dificultades para demarcar con fuerza los límites estrictos entre su ciencia y las contrapartes pseudocientíficas de esta, en especial el espiritismo y la investigación psíquica, que por entonces cautivaban la atención de las multitudes (Coon, 1992). Pero la perspectiva de los psicólogos experimentales difería en mucho del embriagante misticismo que arrullaba a los crédulos y embotaba por entero su entendimiento. Así, el estudio de estos supuestos y bizarros fenómenos casi por regla general fue excluido sin cortapisas de los horizontes disciplinarios de la psicología. La lucha por proteger la integridad del conocimiento se hacía cuesta arriba en una ciencia cuya propia consolidación se hallaba aún en pleno proceso. De esta manera, los eventos respectivos terminaron marginalizados de forma tal que más temprano que tarde se encontraron forzadamente arrinconados en la categoría de dobles ocultos de la psicología (Leahey y Leahey, 1984). Aún así, la superchería no ha desaparecido, ni siquiera de las fronteras de la psicología. Con mayor razón, el esfuerzo por asentar la educación pública sobre bases científicas sólidas, entendidas en un contexto amplio, ha conseguido relativamente poco avance en las décadas subsiguientes. Resulta grave que la expectativa por alcanzar un grado superior de refinamiento intelectual mediante el avance en el "nivel educacional" de los ciudadanos, y tomando como criterio para ello a los grados académicos, no implique necesariamente una reducción en la incidencia de teorías de corte pseudocientífico (Losh, Tavani, Njoroge, Wilke y McAuley, 2003). La razón está en que, como se ha comprobado una y otra vez, existe una correlación negativa entre el grado educativo formal y la creencia en las doctrinas relacionadas a lo paranormal, en especial cuando estas se hallan sustentadas sobre alguna forma de tradición religiosa (Goode, 2002).
El psicoanálisis, sin embargo, logró integrarse sin contratiempos muy notorios al esquema general de la psicología. Asumiendo en principio la existencia de un consenso respecto al carácter pseudocientífico de la teoría entre quienes detentan un pensamiento escéptico, no es vano interrogarse ¿a qué podría responder esta diferencia de apreciación al interior de la comunidad científica? Algunas explicaciones directas parecen surgir rápidamente. Freud provenía del gremio médico, uno de los estamentos tradicionalmente más asociados con la defensa de los estándares del rigor y la respetabilidad científica en el imaginario social. Aunque aún en este punto no puede ignorarse que otras figuras que precedieron a Freud y procedían de esa misma comunidad corrieron muy distinta suerte. Pueden enumerarse varios casos ilustrativos, como el de Franz-Anton Mesmer, el excéntrico propiciador del magnetismo animal y de la doctrina de los fluidos magnéticos (Nicolas, 2002) y de Franz-Joseph Gall, el controversial creador de la frenología (Renneville, 2000). Otro elemento importante en esta recepción diferencial del psicoanálisis fue la adhesión que el creador de la teoría profesó hacia la clase de lenguaje y principios que muchos de sus lectores podían haber identificado con el positivismo, en particular la creencia de Freud que el psicoanálisis debía considerarse una ciencia firme y sólida, en todos sus aspectos fundamentales [2].
Tal aseveración puede hallarse repetidamente expresada en muchos de los escritos canónicos del psicoanálisis. Otro elemento importante es que Freud había dado inicio a su carrera transitando en los terrenos más sólidos de la neurología, desde donde tuvo lugar la introducción de su Proyecto de una psicología para neurólogos (Freud, 1895/1981), una de sus elaboraciones tempranas. Refiriéndose a esta etapa de su carrera, algunos críticos ácidos pero muy lúcidos y sistemáticos de Freud han considerado a la neurociencia que ejerció este en su juventud profesional como una actividad practicada sin brillo alguno (Bunge, 1985). Pero es significativo que a más de un siglo de distancia, este trabajo es el que ha despertado mayor atención en grupos específicos de investigadores y ha sido considerado el más digno de estudio por parte de un sector de la comunidad científica (Bilder y LeFever, 1998).
Pero las fuertes disonancias conceptuales que se hallaban latentes entre la psicología y el psicoanálisis no pasaron desapercibidas y fueron muy patentes desde el principio. La introducción de la teoría psicoanalítica en los principales medios intelectuales donde fue modelada la psicología contemporánea se efectuó casi siempre con la corriente en contra, generando resistencias y evaluaciones muy críticas por parte de grupos específicos de investigadores. Es cierto que en los Estados Unidos, por ejemplo, algunas de las figuras principales que encarnaron a la nueva psicología como Granwille Stanley Hall no sólo brindaron una acogida muy favorable a las ideas de Freud (Rieber, 1998), también lideraron una entusiasta recepción intelectual que desembocó en la organización de eventos académicos mayores como las cinco famosas conferencias en la Clark University durante el otoño de 1909 en las que Freud fue la figura y atracción principal (Freud, 1914/1981). Por el contrario, los psicólogos experimentales ofrecieron fuerte resistencia desde el primer momento, en parte porque percibían que un afianzamiento del psicoanálisis como teoría psicológica representaba un riesgo para la credibilidad del ideal de ciencia rigurosa que se hallaban desarrollando con tan afanosa dedicación (Fancher, 2000, Hornstein, 1992). Pese a lo cual, la repercusión del psicoanálisis y su aceptación popular experimentaron un continuo incremento durante las décadas siguientes, hasta convertirse en una presencia cuya fuerza e influencia resultaban imposibles de ignorar dentro y fuera de la psicología. Este mismo patrón, con diferencias de matices en grados y estilos, se ha repetido en varios países europeos como Bélgica, Francia y Holanda (Van Rillaer, 1985).
El curso de acción experimentado durante las décadas siguientes no resultó un bocado de agradable sabor para los adversarios de la teoría. Pese a críticas duras, evaluaciones rigurosas y lenguaje de barricada, la vigencia del psicoanálisis parece firmemente asentada por el momento y con pronóstico de buena salud en amplios círculos intelectuales, incluso dentro de la psicología. Entonces ¿porqué insistir una vez más con los cuestionamientos al psicoanálisis? ¿De qué defectos adolece en forma irreparable este enfoque que lo hagan cuestionable a una incorporación fluida y plena al cuerpo de conocimientos aceptados por la ciencia? ¿Qué hace que incluso las revistas emblemáticas del pensamiento escéptico internacional como el Skeptical Inquirer dediquen espacios de discusión mínimos o inexistentes a las doctrinas de Freud? ¿Porqué se halla ausente de los muestrarios existentes sobre sistemas de cuidado de la salud sospechosos de falso cientificismo (Edwards, 1999) o entre las terapias locas (Singer y Lalich 1996) que abundan en el mercado de ofertas que disponen los psicólogos clínicos? ¿Es realmente el psicoanálisis una teoría que corresponda homologar sin más con la siempre peyorativa categoría de pseudociencia? Para desánimo de los admiradores de la estupenda imaginería psicoanalítica, creemos que la respuesta a esta última pregunta es que sí, y esperamos demostrar en forma sintética que ni siquiera el éxito o la aceptación en grados mayoritarios que sea capaz de obtener una teoría resulta en verdad una garantía suficiente para otorgar un crédito pleno a su confiabilidad epistemológica. Las razones para esta negativa sonarán incómodas, pero son cruciales.
Quien busque escritos escépticos dirigidos a los supuestos metapsicológicos y formulaciones diversas del psicoanálisis encontrará una abundancia en grado tal que inspira respeto. La literatura crítica focalizada sobre aspectos epistémicos o empíricos del psicoanálisis y que sugieren, por una parte, tanto la necesidad de una reinterpretación parcial o total de sus postulados básicos, o el archivamiento simple y directo del mismo entre las mitologías de la ciencia por la otra, ha continuado creciendo exponencialmente durante las décadas recientes. En los últimos años se han dado ejemplos de evaluaciones muy serias que merecen considerarse. Las fuentes principales provienen de la filosofía de la ciencia y de los emprendimientos evaluativos que los mismos psicólogos han llevado adelante. Entre los primeros, ya son clásicos los trabajos en los que Sir Karl Popper expuso las dificultades inherentes para lograr la falsación rigurosa de teorías pretendidamente científicas como el psicoanálisis y el marxismo (Popper, 1962) y los incisivos cuestionamientos de Mario Bunge al carácter de las formulaciones freudianas en cuanto producciones teóricas susceptibles de enmarcarse dentro de los límites de confiabilidad comúnmente aceptados por la ciencia (Bunge, 1973, 1985). De igual modo, y aunque no se hallen directamente centradas sobre las ideas de Freud o en las ciencias sociales en general, hay quienes procuran apoyo en la discusión de las revoluciones científicas estudiadas por Kuhn (1983) para esbozar argumentos tanto a favor como en contra de un eventual carácter paradigmático del psicoanálisis. Y como era de esperarse, el examen crítico de las ideas de Freud ha continuado presente en la agenda de los filósofos hasta fechas más recientes (Cioffi, 1998, 2001).
Los psicólogos también han discutido con gran profusión el acierto o extravío que pudiera sugerir el uso de los preceptos psicodinámicos. Como corresponde a la actitud de genuinos científicos, muchos de ellos han buscado poner a prueba las hipótesis psicoanalíticas mediante una contrastación de experiencias bien controladas. Este ha sido el caso del importante volumen editado hace ya varias décadas por Hans Eysenck y Glenn Wilson (1980). Los autores reunieron un total de veintiún estudios que correspondían a su propia elaboración y a las de otros investigadores. En ellos pusieron a prueba los aspectos troncales del edificio teórico del psicoanálisis haciendo uso de las estrategias objetivas que son parte del repertorio habitual de la psicología, incluyendo el método experimental. Aquellos componentes centrales para la teoría freudiana hacia los que iban orientadas las investigaciones fueron el desarrollo psicosexual, los Complejos de Edipo y de castración, la represión, el humor y el simbolismo, la psicosomática y las neurosis, las psicosis y la psicoterapia (Eysenck y Wilson, 1980). Los resultados obtenidos a través de pruebas correctamente diseñadas como estas y el balance final de la evidencia contra la teoría fueron desconsoladores para los psicoanalistas. Volveremos a analizar este punto más adelante.
Las discordancias que enfrentan a los psicólogos científicos con los detectives de los laberintos intrapsíquicos han adoptado también otro cariz, el de aquellos conversos que optaron por retornar de una carrera exitosa como psicoanalistas para transformarse en críticos decididos, a menudo sorprendentemente duros, de los principios freudianos. Dos de los casos más conocidos son los que involucran a Albert Ellis y Jacques van Rillaer (Ellis, 1981, Van Rillaer, 1985). Ellis, como es bien conocido, desarrolló con posterioridad a su deserción la Terapia Racional Emotivo-Conductual (Lega, Caballo y Ellis, 1997), un emprendimiento a mitad de viaje entre el conductismo tradicional y una perspectiva cognitiva de mayor amplitud. Van Rillaer abjuró ruidosamente de la práctica psicoanalítica escribiendo una evaluación crítica que hoy es todo un clásico. Los psicólogos académicos, por otra parte, no han cesado con los años en su tenaz empeño por examinar críticamente la narrativa psicoanalítica, centrando su atención sobre los flancos científicamente más débiles del freudismo y de sus derivados más directos (ver las publicaciones de Macmillan [1997, 2001] o de Roustang, [2000] para buenos ejemplos de estos trabajos). Quienes han optado por escudriñar los resultados -a menudo poco alentadores- de la psicoterapia, y realizaron una discusión pormenorizada de sus fundamentos (Baker, 1996, Dawes, 1994) arribaron al final a conclusiones igualmente corrosivas. De igual manera, aquellos instrumentos para determinar las características de la personalidad que se hallan basamentados fuertemente sobre los constructos psicoanalíticos, y cuyo ejemplo más destacado es el test de Rorschach, han sido objeto a su tiempo de apreciaciones muy discordantes (Wood, Nezworski, Lilienfeld y Garb, 2003).
Pues entonces, ¿Qué hemos aprendido de este significativo cúmulo de estudios y debates? ¿Han servido para algo tantas discusiones, en particular para ayudarnos a arbitrar con seguridad nuestras opiniones respecto a la vigencia y validez del psicoanálisis como teoría presuntamente científica? ¿Es posible a estas alturas obtener conclusiones generales claras, independientes del apasionado ardor que motivan las simpatías o contrariedades mantenidas a priori y la aceptación o negativa visceral de los conceptos de Freud? Pese a lo apasionante e intrincadamente creativo que pueda parecer el sumirnos en una expedición al reino brumoso de la psicología profunda, nuestra opinión es resueltamente afirmativa. Porque la discusión sí es útil, y también lo es la defensa de una problematización insistente de los postulados. Y es que el psicoanálisis, del modo como ha sido conceptualizado, defendido y practicado a través de toda una centuria debe ser remitido al penumbroso y apartado rincón de las elucubraciones pseudocientíficas. A la vez, la psicología tendría que precaverse a sí misma de discurrir por senderos tan borrascosos. Los argumentos que respaldan estas radicales decisiones no son en absoluto escasos y se imponen por la fuerza de su propia lógica. Veamos porqué.
Los investigadores inquietos que se han interesado por las características intelectuales que resultan privativas de las pseudociencias no son pocos, y algunos entre ellos han buscado suministrar una conceptualización que revista la mayor exactitud y rigor posibles. Puestas en el centro de un interés muy amplio y plural, las definiciones son abundantes. Algunos filósofos como Mario Bunge (1985) han ensayado una descripción sistémica de áreas muy abiertas al debate, como en efecto son la pseudociencia y la ideología, proponiendo para la primera la adopción de una decatupla, es decir, una definición compuesta y con cierta exigencia de abstracción, que podría estimarse entre las más integrales de que se dispone. La mencionada definición comprende entre sus componentes básicos a la comunidad más restringida que cree en la pseudociencia en cuestión, a la sociedad que la alberga, el dominio respectivo del discurso de la pseudociencia de que se trate, la filosofía (esto es, la ontología, la gnoseología y el ethos) en que se apoya implícita o explícitamente, el fondo formal (lógica) y el fondo específico (conocimientos), la problemática a la que pretende responder, el fondo de conocimientos acumulados por la pseudociencia (si es que los hubiere por supuesto, lo cual casi siempre es dudoso), los objetivos a los que sirve y el método utilizado (Bunge, 1985).
Paralelamente, investigadores como Erich Goode (2000) parten de supuestos disímiles y contemplan la estructura de los fenómenos circunscriptos a la pseudociencia y a lo paranormal a partir de una óptica sociológica. En su discusión sobre las características que adopta lo paranormal, Goode (2000) parte del supuesto que el paranormalismo como tal puede ser mejor analizado desde unas coordenadas ambientales, esto es, tomando en consideración las influencias culturales, sociales y psicosociales que actúan como sus determinantes. En tal sentido, lo paranormal abarca cualquier sistema de creencias que, como parte de sus explicaciones, postulan la existencia de fuerzas, factores o dinámicas que se presenten en flagrante incongruencia con una visión naturalista del mundo. Es así como lo paranormal y lo pseudocientífico son conceptos que no se solapan entre sí forzosamente. Como afirma Goode (2000), las historias sobre el big foot (pie grande), el abominable hombre de las nieves que pasea su intimidadora estampa por las alturas del Himalaya o el monstruo prehistórico que forrajea en las profundidades del Lago Ness son creencias pseudocientíficas, al carecer de los sustentos empíricos indispensables o de registros observaciones confiables, que no permiten arbitrar juicios valederos sobre la realidad de su existencia. Pero no tienen porqué ser necesariamente calificadas de paranormales, en el sentido previamente descrito. La diferencia entre lo pseudocientífico y lo paranormal radica en que esta última categoría no sólo carece de la necesaria evidencia, sino que la supuesta existencia de los mismos también colisiona con los postulados más generales de la ciencia. Por ello, lo que es importante para la formulación de Goode (2000) no es lo que sea paranormal o pseudocientífico en sí mismo, entendido a un nivel más ontológico. Lo que cuentan son las creencias de los científicos, esto es, lo que en un determinado momento se considere que cae dentro o fuera de los límites de la ciencia a juicio de una comunidad de investigadores. Lo que sea así en un determinado momento o en otro distinto, podrá siempre cambiar de acuerdo a la propia dinámica social que regule la actividad de los científicos, y por consiguiente, su sistema de creencias.
Indudablemente, es más sencillo hablar de una pseudociencia que abocarse a definirla. Aún así, algunos especialistas han intentado al menos detallar sus características de mayor generalidad. Sampson (2001) revisó en fecha reciente los trabajos de varios autores y ofreció una síntesis de sus puntos de vista sobre el particular. Basándonos en tales opiniones, podemos decir que una pseudociencia, en términos globales, es algo que: 1) Postula la acción de agentes causales que producen un efecto máximo independientemente a la intensidad de la causa, 2) El efecto se sitúa muchas en los límites de la capacidad para ser detectados por medios objetivos, 3) Albergan pretensiones de gran precisión, 4) Son teorías fantásticas contrarias a la experiencia, 5) Las críticas que se les dirigen son respondidas con excusas ad hoc, 6) La proporción de creyentes versus críticos tiende a incrementarse exponencialmente, 7) Realizan mediciones subjetivas con propósitos de igual clase, 8) No disponen de evidencia directa sobre el fenómeno estudiado o una profundización de la información ya existente, 9) El fenómeno supuestamente predicho permanece siempre resbaladizo, huidizo, inasible, 10) Acusan pobre investigación o explicaciones alternativas y 11) Constituyen pretendidas revoluciones sin soporte u apoyo alguno que provenga de la investigación externa (Sampson, 2001).
Todos estos conceptos son muy relevantes también para los juicios que podamos abrir sobre Sigmund Freud y su obra. Aunque esta no suele ser vista como un componente activo del campo de lo paranormal, es evidente que el freudismo guarda ciertas semejanzas importantes con este grupo de ideas. Algunas no pasan de lo puramente anecdótico y pintoresco, como la pretensión del célebre doblador de cucharas Uri Geller de mantener una relación de parentesco directa con el padre del psicoanálisis, de quien asegura haber recibido en herencia unos supuestos poderes psíquicos extraordinarios que le fueron transmitidos por la vía materna (Marks, 2000). Desde luego, no existe la menor evidencia de ello. Incluso los adversarios más recalcitrantes de Freud nunca han incluido este hecho en particular como parte del nutrido folclore que ha rodeado desde siempre al psicoanálisis. Pero las suposiciones burdas y pueriles deben manejarse con la sobriedad necesaria. Las afirmaciones de alguien con una credibilidad tan devaluada como Geller no deberían ser utilizadas contra Freud mismo en una forma maliciosa, por muy distantes que puedan hallarse de él nuestras propias impresiones y valoraciones. Además no sería necesario hacerlo, puesto que las falencias inmersas en el armaje de la teoría psicoanalítica son suficientes para desterrar del todo la apelación a cualquier argumento ad hominen. Esta demostración palpable será la siguiente escala de nuestro viaje.

Los problemas intrínsecos del Psicoanálisis

Las travesuras de orden metodológico y epistemológico que cometen a diario los émulos de Freud no son pocas ni resultan del todo inofensivas. Tampoco se trata de pecadillos venales. Son faltas graves que comprometen con mucha severidad el derecho de los expedicionarios de lo intrapsíquico a permanecer dentro del perímetro que alberga a los emprendimientos científicos. Démosle un examen más cercano a los más importantes entre ellos:
Los psicoanalistas se han mostrado porfiadamente reticentes ante cualquier intento serio de someter sus postulados al cedazo de la experimentación. Para ello han esgrimido argumentos de diversa índole y calibre, siendo el más característico la supuesta imposibilidad de los fenómenos por ellos abordados a responder a la comprobación y el control estricto de variables. Las actitudes del propio Freud a este respecto son prototípicas de su estilo, ya que en vida suya hubieron quienes consideraron necesario someter la imaginería psicoanalítica y sus conceptos a una rutina de comprobación más ajustada con el proceder normal de la ciencia. Las respuestas de Freud, cuando no solapadas en una dudosa condescendencia, fueron directamente despectivas a este propósito (Eysenck y Wilson, 1980). Por cierto que el método experimental no es el único utilizado por la psicología de manera fructífera, pero los partidarios del psicoanálisis parecen adolecer de una desmotivación similar hacia las demás estrategias de investigación de las ciencias del comportamiento, poniendo en duda la efectividad de casi todas ellas. Con excepción, claro está, del así llamado método clínico, que se halla concebido a la medida exacta para las ambiciones de legitimación metodológica que esconden las cofradías del inconsciente.
Los conceptos de los que se vale el psicoanálisis para articular sus explicaciones de los aconteceres psíquicos están formulados con un considerable ingrediente de ambigüedad e imprecisión. Esto vuelve muy dificultoso cualquier intento de someter sus postulados a prueba. Desde luego, la carencia de ideas precisas tiene sus ventajas evidentes desde el punto de vista de la teoría, ya que a cada intento de refutación siempre será posible reacomodar convenientemente la explicación que se ofrece, de forma tal que los axiomas fundamentales nunca queden eliminados. Es un escenario reiterado donde las verdades insondables resisten con fuerza a las embestidas de la evidencia. Esto se produce de forma muy manifiesta con el mecanismo defensivo de la formación reactiva, que permite que una aseveración verbal cualquiera con carácter desfavorable a la teoría sea en verdad confirmatoria de la misma, pues se supone afirma el hecho opuesto. La verdad se reprime en el inconsciente. Así, no importa que la resistencia aparezca en el diván o en las páginas impresas de los libros, el fenómeno es idéntico. Este proceder inverosímil para una racionalidad lineal es perfectamente admitido por lo que podríamos llamar la lógica interna de la teoría. Pero lo que puede ser bueno para los psicoanalistas, no lo es para los científicos. Una vez más, se comprueba la indomable rebeldía de los exégetas del ello por ajustarse a los estándares procedimentales que son corrientes para la ciencia.
El psicoanálisis no sólo ha sido renuente a la utilización de la metodología objetiva que es de uso corriente en la psicología científica para la validación de sus estudios, también ha sido difícil lograr una asimilación productiva de las críticas que le son adversas, ya sea las que están basadas en hallazgos empíricos o en análisis teoréticos. De esta manera, el cuerpo principal de la teoría siempre permanece indemne. Las réplicas ensayadas por los seguidores de Freud, por lo general, se formulan casi siempre en términos muy descalificatorios, no de los investigadores que las realizan, por supuesto, sino de las posiciones presuntamente superficiales o insuficientes para abarcar con eficacia real los fenómenos de naturaleza más profunda a los que se aboca la teoría. En una palabra, las críticas provenientes de posiciones que se hallan epistemológicamente distantes a la orientación psicoanalítica en verdad no pueden afectarla, no pueden alcanzarla, no pueden obligarla a cambiar o modificarse y a la larga no tienen consecuencias sobre ella. Es así como el psicoanálisis parece situarse más allá de todo debate y se presenta a sí mismo como un sector impermeable a la discusión crítica divergente. En verdad, muy poco similar a cualquier ciencia normal que conozcamos.
Los niveles de generalidad, extensión y ambición explicativa del psicoanálisis son, en la misma medida que el marxismo, los más altos que puedan encontrarse entre los enfoques que se presumen científicos. Siendo en principio una aproximación psicológica, Freud expandió tanto sus horizontes que acabó ensayando hasta una explicación de Dios (Freud, 1927/1981). Para ser justos debemos consentir en que este esfuerzo interpretativo, desde un punto de vista más filosófico, resulta bastante desafiante. Pero como menciona Baker (1996) recordando los argumentos clásicos esgrimidos por Sir Karl Popper en el libro Conjeturas y Refutaciones, esta condición omniexplicativa del freudismo, que a juicio de sus adherentes pasa por su principal crédito y ventaja, es en realidad la fuente principal para su debilidad como teoría. El psicoanálisis pretendió explicar tanto y tan vasto, que acabó sin aclarar prácticamente nada. De esta situación también se deriva la enorme dificultad por deducir hipótesis contrastables susceptibles de validarse con procedimientos empíricos, en especial aquéllas que se refieren a los conceptos de mayor generalidad que cruzan toda la teoría: los procesos activos del inconsciente, la represión, y otros semejantes.
Quizá una de las características que más sorprenden cuando se compara al psicoanálisis con las demás ciencias del comportamiento, es el agudo aislamiento en que se desenvuelve en relación a la investigación producida en otras áreas. Los psicoanalistas se comportan a menudo como si los demás sectores de la psicología no existieran o carecieran por completo de importancia. Se empeñan muy poco por absorber sus conocimientos, o en asimilar y responder adecuadamente a las críticas que reciben. Freud mismo demostraba palpablemente esta esquiva actitud. En los días en que la psicología experimental se abría paso de la mano de Wilhelm Wundt y concitaba interés y entusiasmo en todo el mundo, Freud mencionaba al célebre maestro alemán una sola vez en sus escritos, para retratarlo no como un investigador científico, sino como un filósofo[3].
Esta tendencia al aislamiento ha llevado a algunos psicoanalistas de las generaciones más recientes a pergeñar opiniones marcadamente insólitas. Ese ha sido el caso de Néstor Braunstein, cuyo libro Psicología: Ideología y ciencia, escrito en compañía de otros colaboradores (Braunstein, Pasternac, Benedito y Saal, 1975) y muy popular entre los estudiantes de varios países de Latinoamérica, ha sido fuente de llamativos posicionamientos. En esencia, estos autores sostienen que el psicoanálisis es la verdadera disciplina científica, en tanto la psicología académica carece de tal cualidad al no superar la mera superficialidad de los hechos que estudia y no sobrepasar el nivel de un mero discurso ideológico (Braunstein, Pasternac, Benedito y Saal, 1975). Estas afirmaciones han obtenido réplicas bien informadas por parte de autores que conocen a fondo la psicología moderna y son aptos para opinar con propiedad sobre ella (Martínez-Taboas, 1991). Pero más allá de las polémicas que generan discusiones de esta naturaleza, parecen suficientes para comprender porqué el psicoanálisis se encuentra absolutamente ausente de los esfuerzos programáticos que hoy llevan a cabo varios académicos de comprobada seriedad, tanto en los Estados Unidos (Staats, 1991, 1999) como en América Latina (Ardila, 1997a, 1997b) para lograr la unificación plena de la psicología.
Los autores psicoanalíticos plantean una relación de causa a efecto que se supone capaz de discurrir fluidamente entre instancias cuya esencia existencial es nada menos que la inmaterialidad (el yo, el súper-yo y el ello). Estos actúan sobre sectores materiales de la realidad como el cuerpo orgánico donde operan las disfunciones psicológicas o los problemas físicos. Un ejemplo del que han hecho abrumadora cosecha los seguidores de Freud son los transtornos psicosomáticos. Como ha explicado Bunge (1989) una relación causal es válida o se puede estimar como bien definida sólo cuando establece una conexión entre eventos concretos, como por ejemplo el cerebro y el aparato digestivo (Bunge, 1989). Recordemos que los intentos heroicos realizados por investigadores muy serios (Rof Carballo, 1972) que se han esforzado por localizar en el cerebro los componentes del aparato psíquico (Freud, 1923/1981) no han logrado en los hechos la compensación que esperaban para sus esfuerzos. Pero el que no se haya encontrado al ello, el yo o el súper-yo ocultos en los pliegues de la masa encefálica no implica negar, por supuesto, la enorme influencia ejercida por el sistema nervioso sobre el comportamiento. En relación a este aserto cada vez surgen mejores y más seguras pruebas desde la psicología de la salud, un área donde las investigaciones en curso sugieren que los procesos psicológicos y los estados emocionales influencian a la enfermedad en su progresión y etiología, o contribuyen a la vulnerabilidad o resistencia individual hacia la misma (Baum y Posluszny, 1999). En este campo de investigación emergente y riguroso, los psicoanalistas no han resultado precisamente los más asiduos colaboradores.
Si una forma cualquiera de psicoterapia se halla asentada sobre un conocimiento correcto y fundamentado de las relaciones de causa a efecto, que sean auténticas y reales y no ficticias o inventadas, entonces es de esperarse que cumplan su propósito manifiesto, esto es, que demuestren en la práctica la posibilidad de cambio y mejoría en las situaciones de malestar subjetivo que aquejan a sus potenciales clientes. Los psicoanalistas también han demostrado dificultades considerables para salir gananciosos en este campo. Las primeras investigaciones evaluativas sobre el éxito de las psicoterapias fueron revisadas en conjunto por Eysenck (1952/1980), y en ellos el freudismo no ha salido bien parado. En términos globales, su efectividad no supera el 44 por ciento frente a la simple remisión espontánea, es decir, la superación del sufrimiento psicológico que se logra sin recibir intervención especializada alguna. En términos brutos esta última orilla el 72 por ciento. Vale decir, resulta más efectivo tratarse con médicos generales o no hacerse atender en absoluto que recurrir a los auxilios de un psicoanalista (Eysenck, 1952/1980). Hasta algunos disciplinados seguidores de Freud (Fenichel, 1973) le han asignado escuálidos márgenes de productividad a las epopeyas del diván. Los recuentos actuales no han mejorado las cosas para los Icaros intrapsíquicos. Recientes estudios globales de revisión centrados en el éxito del proceso y en los resultados de la psicoterapia (Kopta, Lueger, Saunders y Howard, 1999) ni siquiera mencionan ya a la teoría freudiana o sus derivados. ¿Prueba que los psicólogos consideran agotada la discusión? Es probable. Quizá obligados por la fuerza que les impone la vigencia del principio de realidad (Freud, 1923/1981) los psicoanalistas modernos, en especial los de simpatías lacanianas, parecen haber renunciado del todo a cualquier búsqueda o cálculo evaluativo que explore de forma medianamente creíble su presunta efectividad.
Todo esto sin olvidar las graves implicancias éticas que tan oscura realidad conlleva. Porque seamos claros, ¿qué hay de los miles de pacientes que han puesto su integridad psicológica y quizá aún sus vidas -recordemos a quienes padecen trastornos depresivos- en manos de un psicoanalista? ¿Qué hay de la considerable inversión de dinero que han debido realizar ellos en el proceso? ¿Se les ha informado alguna vez de los reparos de toda clase que sufre la psicoterapia a la que tan confiados se someten? ¿Podría tener alguna disculpa este silencio cómplice del analista?
VIII.   El argumento de autoridad. Muchas doctrinas que reposan en forma muy endeble sobre cimientos empíricos escasos o directamente inexistentes ponen un acento mayor en la interpretación autorizada que pueda ejercer el terapeuta o el artífice sapiencial de turno que en una investigación fáctica real y solvente. Por supuesto, esta estrategia se halla muy justificada desde el punto de vista de los intereses de sus practicantes. Los psicoanalistas se cuentan entre quienes hacen uso del argumento de autoridad con abusiva frecuencia (Van Rillaer, 1985). En muchos casos el ejercicio de la interpretación y la autoridad en realidad se imponen al paciente sin dejarle una opción intermedia, con lo que las explicaciones del terapeuta no pueden ser discutidas en forma crítica. La única opción es aceptar, de lo contrario, estaremos ante la manifestación de una resistencia inconsciente. En una forma indirecta pero sutil, este aspecto de la imposición de un criterio único podría verse reforzado por el hecho de que muchos psicoanalistas son miembros del gremio médico. Como ha señalado el psicólogo James Alcock, la confianza en la autoridad es una fuente primaria para la adquisición de las creencias de cualquier persona, incluyendo aquéllas que se refieren a la aceptación por el público de una pretendida eficacia de los variopintos métodos que promociona sin tregua la medicina alternativa (Alcock, 2000). En mayor o menor medida, quienes vivimos en la cultura occidental nos hallamos expuestos desde los días de la escuela a un aprendizaje social que refuerza la aceptación dogmática de las verdades provenientes de las figuras investidas de autoridad. Al mismo tiempo, las opiniones de estas se nos presentan como indiscutibles. Camuflada bajo la experticia interpretativa del terapeuta, tal dinámica puede observarse también en el psicoanálisis.
IX.          Ductilidad para fusionarse con creencias bizarras. En su excelente estudio sobre la pseudociencia, Leahey y Leahey (1984) recuerdan con acierto que, al adentrarse en las etapas finales que marcaron el cenit de su influencia, la frenología experimentó una fusión con un conjunto de doctrinas de muy dudosa rigurosidad, de truculenta reputación entre los investigadores y en todo sentido extrañas al espíritu de la ciencia. Comparativamente, el psicoanálisis parece exhibir hoy una condición muy similar. Existe un cúmulo de modalidades de tratamiento, que Baker (1996) no duda en calificar como desperdicios terapéuticos que se presentan, las más de las veces, en clara disonancia con el conocimiento psicológico, y en los que resuenan ecos claros del pensamiento freudiano y sus conceptos, ya sea en aspectos mayores o en pequeños matices.
Es así que modalidades tan inusuales como la terapia del vómito de Francis I. Regardie o la terapia del grito de Arthur Janov, que utilizan estos predecibles procedimientos como una forma de catársis, resultan un buen ejemplo. Otras aproximaciones más integradas a la psicología como la terapia gestáltica de Fritz Perls arrancaron su trabajo a partir de preceptos como el reflejo nasal neurótico, un extravagante concepto acuñado por Wilhelm Fliess, quien anestesió ciertas áreas de la nariz con cocaína para emprender algunos procedimientos quirúrgicos. Freud, quien fue amigo de Fliess y al igual que él también experimentó con el uso de la cocaína en su juventud, participaba plenamente de estas ideas. Perls, trabajando varias décadas más tarde, se valió de la misma inspiración para encarar los problemas de un joven que presentaba signos de impotencia sexual, focalizándose en las sensaciones de la nariz y alternándolas con las del miembro viril, para lograr la solución. Al haber recuperado el joven su estado de tumescencia, Perls supuso con optimismo que este caso le había ayudado a descubrir la importancia de buscar una buena gestalt para comprender a cabalidad cada situación clínica y proceder así sobre criterios similares en el futuro (Singer y Lalich, 1996).
La oleada de terapias que buscan acceder a alguna forma de regresión son también tributarias directas de la influencia psicoanalítica (Singer y Lalich, 1996). Entre estas se hallan las que prometen la vuelta hasta más allá del nacimiento, en la búsqueda de los arquetipos universales de la humanidad, que se hallan dormidos en cada uno de nosotros. Las rutas para estos surrealistas recorridos se lograrían a través del uso psiquiátrico del LSD o de técnicas holotrópicas para el entrenamiento de la disciplina y el control de la respiración, tal como enseña Stanislav Grof (Grof, 1988). Si uno deseara proyectar su camino regresivo incluso más allá, están las modalidades terapéuticas que conducen a la resurrección de historias ya vividas, a existencias sepultadas en el silencio y el olvido y a las puertas de los insondables abismos de lo desconocido, como la terapia de regresión de vidas pasadas creada por el Dr. Brian Weiss (Weiss, 2002).
Con semejantes logros y laureles, auténticos o ficticios, nadie podría dudar de la potencialidad e inventiva ilimitadas que sin término exhiben la teoría psicoanalítica y sus incontables émulos. Excepto, claro está, que el destino elegido para orientar nuestras metas y esfuerzos sea el de la rutilante claridad de la ciencia.

Hacia un escepticismo responsable para los psicólogos

El surgimiento y afianzamiento de las pseudociencias en cualquier momento y circunstancia permanece como un problema latente para todas las ciencias establecidas, pero son las disciplinas del comportamiento las que acusan un riesgo mayor. La historia general de la ciencia demuestra que, tras los cambios que trajo consigo la Revolución Científica en los inicios del Renacimiento, aquéllas que primero alcanzaron su madurez en cuanto disciplinas de rigor y solidez metodológica fueron las que habían escogido los objetos de estudio más alejados del hombre (Hull, 1981). Son ellas la física, la química, la astronomía, la biología. En tanto la psicología, la sociología, la antropología, fueron las últimas en llegar para integrarse a este selecto círculo, y muchas de ellas todavía libran duras batallas por lograrlo. ¿Nos indica el orden seguido por esta cronología una mayor dificultad de las ciencias humanas para convertirse en ciencias auténticas? Es probable que así sea, pero también nos señala la complejidad inherente que tenemos para vernos a nosotros mismos de manera objetiva, para pensarnos como nuestros propios campos de estudio, para fijar sobre nuestra piel los artilugios creados por la ciencia. En comparación a sus desafíos, la psicología enfrenta retos y obstáculos todavía mayores que las demás disciplinas.
El psicólogo, pues, precisa desarrollar una salvaguarda conceptual efectiva que lo proteja contra sus propias inclinaciones a la distorsión. El compromiso de principio que se asume hacia la pureza, limpieza y confiabilidad de la investigación tiene implicaciones fundamentales, no sólo para el conocimiento humano en cuanto tal, sino también en el orden ético. Al psicólogo le cabe además una alta responsabilidad social cuando trabaja en gabinetes aplicados, porque debe precautelar la salud mental, la integridad personal y a veces incluso la vida de sus potenciales clientes. No es posible para él o ella actuar juguetonamente con esquemas psicológicos dudosos y de validez difusa, no importa que estos caigan dentro del nutrido grupo de extravagancias que pueblan el panorama de las terapias alternativas (García, 1998) o en cualquiera de las vertientes conocidas del psicoanálisis o sus derivados. El psicólogo no debe subestimar al fantasma en la máquina. A todas luces, las contribuciones al conocimiento de estos gladiadores de la argumentación verbal, cualesquiera sean ellas, no deben resultar muy abundantes o significativas, de ser correctas las opiniones del psicólogo Robert A. Baker:
En lo que concierne a la psicología moderna Freud ha resultado un total e inmitigado desastre. A la larga, él ha hecho considerablemente más daño que bien, y como muchos críticos han sostenido, el psicoanálisis nunca fue y nunca será nada más que una falaz pseudociencia. Como muchos estudiosos perceptivos de la psicología han notado, Freud constituye un problema más que una solución (Baker, 1996, pp. 135).
La decisión de poner en entredicho las formulaciones teóricas de Freud no implica negar que estas puedan contener algunos vestigios de verdad que resulten útiles al estimular investigaciones futuras. Significa únicamente un cuestionamiento de fondo a los procedimientos de los que hasta ahora han hecho gala los psicoanalistas. Estos últimos, envueltos en una retórica autocomplaciente, no han logrado superar las divergencias de sus críticos ni han absorbido en forma asertiva las réplicas negativas contra sus asertos, especialmente las de corte empírico. Los psicólogos deberán aprender las estrategias del pensamiento crítico, que les ayuden a una evaluación seria y bien informada de los alegatos sospechosos que hoy pueblan la psicología, tanto desde el psicoanálisis como desde otras fuentes. El entrenamiento cognitivo que facilita el uso frecuente de un escepticismo positivo y constructivo, que a la vez pueda ser utilizado como una herramienta metodológica (Kurtz, 1992) para la orientación del pensamiento hacia la búsqueda de sus objetivos legítimos, constituye una elección ineludible. Las ciencias del comportamiento deberán desprenderse de la ambigüedad, la obscuridad y el discurso vacío que todavía las contaminan. Al fin y al cabo, si la psicología ha obtenido su autonomía disciplinaria hace ya más de un siglo, cuando optó por su conversión en una ciencia auténtica y nunca en algo diferente, no parecerá un desacierto el exhortar a los profesionales del comportamiento a la búsqueda de una representación digna y coherente de sí mismos, lo cual no resultará algo demasiado difícil de lograr. Bastará tan sólo con actuar, escribir y pensar como genuinos científicos.

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Actualizado: Domingo, Abril 1, 2007
[1] JOSÉ E. GARCÍA es Psicólogo por la Universidad Católica de Asunción, Paraguay. Profesor de Psicología Educacional en la Universidad Nacional de Asunción, filial Villarrica. Delegado Nacional de la Sociedad Interamericana de Psicología (SIP) en Paraguay y miembro del Comité Editorial de la Revista Latinoamericana de Psicología.


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